jueves, 10 de noviembre de 2011

Bajo el mismo sol, más soledades femeninas

Por: Antonio Enrique González Rojas
  Tras casi una década de contrasentidos telenovelescos Made in Cuba, poco más que una buena sorpresa ha significado la reciente entrega seriada Bajo el mismo Sol para el contexto televisivo criollo, gracias a la sabia decisión de traspolar al audiovisual, el sólido guión concebido para la radio por Fredy Domínguez, bajo las acertadas direcciones de Jorge Alonso Padilla en su primera temporada Casa de cristal, y de Ernesto Fiallo en la actual segunda entrega, intitulada Soledad. Sin llegar a ser catalogados de “autores”, título nobiliario de la aristocracia del espíritu sólo reservado para singularidades como Rudy Mora, algunas obras monotemáticas de Charlie Medina, Alejandro Gil y Ernesto Daranas, los realizadores de marras despliegan suficiente oficio como para aprovechar las bondades del libreto, pletórico de personajes muy bien estructurados, desde cuyas individualidades e intimidades se generan las enjundiosas conflictualidades de las tramas, articuladas sin ánimos explícitos de construir un ambicioso “mosaico social” contentivo de todos los tipos, estereotipos y arquetipos de la contemporaneidad cubana, pues quien mucho abarca…
  Desde una estética convencional, sin búsquedas formales que particularicen el discurso, enrareciéndolo a la larga para la percepción de los públicos mayoritarios, que buscan lúdico sosiego a la familiar “hora de la novela” (dígase emocionarse con los avatares de héroes y heroínas principescos sometidos a situaciones límites), Bajo el mismo Sol ha conseguido, como pocas, conciliar los recursos emotivos del melodrama y la llaneza visual, con la sincera y compleja exposición de problemáticas sociales, en las cuales se debaten para esta segunda entrega, varias mujeres, símbolos respectivos de la maternidad en solitario (Mirtha Lilia Pedro), la soledad sin pareja (Mariela Bejerano), la honestidad harapienta enfrentada a un contexto altamente definido por la posesión material (Beatriz Viñas), el abuso doméstico de sutiles tintes racistas (Tamara Castellanos), la tercera edad conciliadora de los antagonismos de las nuevas generaciones (Asenneh Rodríguez), y repito, sin pretender abarcar todas las aristas posibles de tales casos, articulando el conflicto desde el personaje, nunca subordinando el caracter a una situación.
  La primera temporada trajo a la palestra el tema de la reinserción a la sociedad de tres muy diferentes féminas, quienes cumplieron prisión por causas también muy diversas, tópico casi nada abordado por el audiovisual nacional, amén de honrosas excepciones literarias y televisivas como Su propia guerra. Sobre esta situación base se estructuró el plural andamiaje problémico protagonizado por Ketty de la Iglesia, Blanca Rosa Blanco y Dailenys Sierra, logrando trascender con creces la llamativa peculiaridad, la cual per se, no hubiera podido sostener el interés hasta el final, sin un desarrollo adecuado. Trama inicial que enunció la segunda temporada, paralelamente desarrollada, según los claros indicios dados, que ahora constituyen ligeros nexos dramatúrgicos (repetición de escenas determinadas, apariciones breves de las protagonistas previas como simples extras).
  Soledad, desde unos créditos de presentación y “cortinas” transicionales mucho más elaborados que la casi desagradable rusticidad de Casa de cristal (que para nada se correspondía con la calidad real de la propuesta), apela a situaciones menos inusuales, cotidianas hasta su más prosaica difuminación, en medio de la brega diaria por el pan. Aún así, obtiene una orgánica y progresiva complejización conflictual, donde las muy bien guiadas interpretaciones protagónicas y secundarias no decepcionan las exigencias del libreto original.
  De entre el balanceado y cualificado registro histriónico general, descollan la casi epifánica interpretación de Mariela Bejerano, apenas insinuada en la temporada precedente. Su organicidad y encanto desbordan por la pantalla en cada plano y frase, casi al nivel de la “fuera de serie” Tía, concebida y conseguida por Verónica Lynn para Casa de cristal. Resalta también, el maravilloso oficio del todoterreno que es Raúl Pomares, en un rol de “abuelo” sabichoso y conciliador, el cual, de ser asumido por otra persona, hubiere precipitado en mero didactismo. Sin embargo, el histrión logra emitir, limpio de moralina huera, puras enseñanzas vitales, muy necesarias para tantos progenitores, que exigen de sus vástagos eternos agradecimiento y sumisión, por el hecho de traerlos al mundo sin que éstos lo solicitaran; para tanto progenitor que ve como una carga al hijo necesitado de toda atención, cariño y orientación para ser un humano auténtico; para tanto progenitor, que ve como una molestia al hijo traído irresponsablemente al mundo.
  Sobre esta cuerda se mueve una de las más sensibles tramas: la del jovencito gigantón, torpe, desatendido e incomprendido Rudy, mixtura más amable de los grotescos adolescentes Tyrell, de Monster´s Ball (Marc Forster, 2001)  y Preciosa, del filme homónimo (Lee Daniels, 2009), pero igualmente muy inusual en el audiovisual nacional, excesivamente cuidadoso (hasta caer en una suerte de racismo conmiserativo), en el tratamiento de la otredad marginal en cuanto a raza, niñez y adolescencia, a siglos de los enfoques corrosivos de Tod Solondz (Welcome to the Dollhouse, 1995 & Storytelling, 2001), o Gus Van Sant (Elephant, 2003). La conmovedora y contenida interpretación conseguida por el bisoño Abdel Castro, dota al caracter de entrañable veracidad, encabezando todo un elenco de jovencísimos actores, quienes consiguen emular decorosamente con los más experimentados. Desde el seriado Doble Juego, de Rudy Mora, no había aparecido en la pequeña pantalla criolla, tal decorosa selección de noveles histriones.
  La bastante descarnada exposición de la violencia materna, sazonada de intolerancia e incomprensión, resalta como planteamiento probablemente nunca elevado a palestras principales del audiovisual cubano, con tan minuciosa profundidad y valentía, trascendida toda pacata concepción de la TV como rancio “medio educativo y promotor de valores”. El más bello canto a la maternidad emerge de entre la marisma emocional de la madre incapaz y el hijo infeliz.      
  La violencia doméstica, fenómeno independiente de cualquier abstracción social, es expuesta con igual mesura, gracias a la coherente interpretación del cromagnónico mecánico Saúl, por parte del teatrista Julio César Ramírez, quien con cada una de sus ocasionales intervenciones en la TV (recordar el sobrio y delicado periodista antimachadista de Al compás del Son), y el cine (asumió a Rafael María de Mendive en la biopic cubana José Martí: el Ojo del Canario, de Fernando Pérez), regala inolvidables caracterizaciones de diversa índole. La dirección actoral es refrendada a su vez por un acertado casting. Sin embargo, otra actriz de guisa escénica (La 4ta. Lucía), y el audiovisual indie cubano (Utopía, El patio de mi casa), Beatriz Viñas  aparece demasiado constreñida, en su papel de la trabajadora social Caridad, delatando temores o falta de habilidades ante la cámara televisiva, inusual para ella.
  La edición del seriado de marras, no desmedra tampoco las calidades señaladas, consiguiendo una ágil secuenciación de las acciones, debidamente alternadas y engranadas las diferentes tramas y escenas, sin menoscabo de la comprensión cabal de cada una de las situaciones y su desarrollo independiente.
  Soledad, de identidad, ritmo y concepción claramente diferenciada de la primera entrega de Bajo el mismo Sol, refrenda la calidad de la inusual propuesta socio-melodramática, que complace por igual a críticos y público mayoritario, con el suministro de las debidas dosis de agilidad narrativa, convencionalismo formal (precio a pagar por el acceso a las entendederas de las mayoritarias audiencias), complementado por la solidez y complejidad de los planteamientos, y la efectiva empatía de los personajes. Sin llegar a la excelencia estética, Bajo el mismo Sol se inscribe en los anales de la TV Cubana, como un hito que demuestra cómo se logra un buen producto con magros recursos materiales, gracias al oficio y la claridad de objetivos.      
              
 
       

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